Las Thelma y Louise de La Mancha

Me impactaron tanto que, cuando allá por 2011, conocí a las hortelanas Ana y Mariví sentí que, tal vez por mi deformación literaria, un montón de adjetivos se pusieron a bailar por mi cerebro, rebeldes, expansivos y con ánimo de encontrar el que mejor las pudiera definir.

Además y para desesperación de mi hemisferio izquierdo que, como el de todos, es experto en contar, pesar, medir, colocar y encasillar, personalmente  fui incapaz de etiquetar a semejante tándem y fuerza de la naturaleza. Es más: viendo que aquellas mujeres rompe y rasga eran auténticas, limpias de corazón, de gran intuición y sabiduría innata, magas de la tierra y ecológicas de verdad y no de boquilla y tanto por convicción como por devoción, en aquel caos adjetivo-cerebral solo atiné a decir: “sois muy modernas” (con algún vino de más, la frase nos ha hecho reír a las tres durante años, por cierto). Después, rematé mi anterior desbarre con el apodo que ni corta ni perezosa les coloqué entonces y no les arrebataré jamás: “Ana y Mariví: vosotras sois las Thelma y Louise de la Mancha”.

Ana y Mariví, de Moral de Calatrava, se conocían desde niñas, pero la vida, después de empujarlas para que cada una viviera la suya, con sus infiernos, recorridos vitales, crisis y aciertos, decidió juntarlas de nuevo cuando ya se habían convertido en  grandes seres humanos, de esos que no conocen el encefalograma plano del alma porque han sabido vivir con una dignidad apabullante la gloria y el infierno vital. Y nunca me canso de decir, a lo manchego, que el Universo no da puntá sin hilo, ya que tras pasar las dos por el sector textil, el destino no las juntó en un momento cualquiera, sino en plena crisis económica de 2008 y siguientes, con el paro, la ruina y la desesperanza pisándole los talones.

Sé que mi deformación literaria puede empeñarse en dar a su particular encuentro un carácter bucólico y romántico, pero cuando Ana y Mariví, ya al borde de la depresión caminaban contándose sus problemas, se detuvieron al pasar por la casa de la abuela de Ana. Inevitablemente, Ana recordó el huerto de la abuela en el que pasaba todos los veranos correteando entre las enormes plantas de alcachofas, las escandalosas sandías y calabazas que rompían la tierra cuando brotaban del suelo y como queriéndose abrir paso desde territorios de ultratumba y los cardos borriqueros que adornaban con su color morado aquel pequeño vergel que alegraron sus meriendas de pan y chocolate y, sobre todas las cosas, de la orilla de pan de pueblo, abierta y ahuecada a propósito tras ser despojada de su miga para después llenarla de aceite de oliva virgen, sal y tomate del de verdad que se espachurraba y mojaba con la misma miga que antes se había extraído.

Al fin y al cabo, toda la vida adulta está determinada de alguna manera por la niñez, y un arrebato de nostalgia llevó a Ana a querer entrar en aquel sitio ruinoso y deshabitado desde que murió su abuela hacía ya muchos años. Como ni una ni otra tenían nada que perder ni nada mejor que hacer más que pasear y desahogar su desesperanza, fueron a casa, cogieron la enorme llave de aquel portón que en La Mancha conocemos como “la portá”, giraron la tranquilla y al tiempo que se abría insolente la infancia de Ana y de paso la de Mariví -pese a su fuerte carácter es una de las personas más sensibles y empáticas que conozco-, se abría un muro casi ruinoso, una antigua casilla que también parecía derruirse por momentos y el que antaño fue un huerto y ahora era un terreno seco, empeñado en coleccionar y cubrirse de malas hierbas.

Las dos mujeres respiraron y lloraron para desahogar la difusa emoción, junto al profundo respeto a los ancestros que parecían presidir, incentivar y aplaudir aquella entrada y hasta la sensación de que el tiempo era un enemigo cruel que no daba tregua a nada y a nadie. Después y con la misma complicidad de Thelma y Louise, a quienes bastó una mirada para decidir volar por el Cañón del Colorado y liberarse de esa opresión que las estaba cercando hasta asfixiarlas, Ana y Mariví tampoco pronunciaron palabra en aquel momento: simplemente se miraron, asintieron y cogieron unas azadas oxidadas que había en aquel lugar para disponerse a limpiar las malas hierbas que tapaban y asfixiaban una tierra más roja que la del famoso cañón. Y cavando limpiaron la infancia, el presente y el futuro, pero sin saber que aquel gesto, casi inconsciente, cambiaría sus vidas para siempre…

Por cierto: en este video puedes ver que estamos muy locos cuando se trata de ensalzar a estas rompe y rasga manchegas…

No habría espacio ni tiempo para explicar cómo después de aquello sufrieron de lo lindo cuando, ni cortas ni perezosas, se decidieron a aprender el difícil arte de la agricultura: los riegos, la programación de los cultivos de invierno, primavera, verano y otoño, el intercambio de pareceres con agricultores locales, la recolección y guarda de semillas ancestrales a punto de desaparecer, la magia del barbecho, las gallinas que también llegaron para dar huevos camperos de verdad y no como los que con esa etiqueta nos venden en los supermercados y, sobre todas las cosas, el cuidado de aquel huerto que, con no pocos sinsabores pero con infinidad de tesón y amor, las Thelma y Louise de la Mancha sembraron en ecológico, respetando el ciclo orgánico de todo el proceso, agachándose una y otra vez (Ana y Mariví no tienen tractor y tal vez no sería mala idea hacer un crowdfunding -la colecta de toda la vida- para comprarles uno de segunda mano), y siempre venerando a aquella abuela que, como ellas, no se acercó ni de lejos a herbicidas, pesticidas y fungicidas…

Después de aquello vinieron otros huertos, grupos de consumo que se fueron formando en lugares de toda la provincia de Ciudad Real, trabajo extenuante de las dos para poder abastecer a las cada vez mayores demandas, baile entre producción y barbecho, granizo y lluvia que en un segundo aniquilaba el trabajo de un año, repartos diarios con “La Serena” o la incansable furgoneta de tercera mano por las tardes en distintos pueblos y, como la vida misma y su caprichoso devenir, muchos cambios de personas, pareceres y lugares. Sin embargo, con sus virtudes y defectos y sus errores y aciertos, solo hay una realidad que no ha cambiado en todo este tiempo: Ana y Mariví que, pese a muchas decepciones, han mantenido su pureza original y son admiradas en la provincia, precisamente porque nunca han dejado de cultivar en ecológico. Pero, ¡cuidado!, “eco” o “bio” de verdad y –una vez más- no como lo que nos venden en los supermercados haciéndonos picar comprando productos con dicha etiqueta que, a la larga, de orgánico a veces no tiene ni el envase.

Confidencias y comida de amigos en el huerto…

Ellas me han enseñado por qué la agricultura es cultura: alrededor del campo y sus misterios existen cantidad de registros que deben conocerse y guardan, además, una estrecha relación con el firmamento mismo, haciendo que el micro y el macro y lo de arriba y lo de abajo, sean la misma cosa. Además, de sus «Ecomorales» (reuniones una vez al año en el huerto, con mercadillo agroecológico, fiesta, cultura y amigos) han surgido grandes amigos y ellas son como un imán que ha juntado a gente afín en toda la provincia de Ciudad Real, haciendo sinergias en pro de otra manera de vivir y pensar.

Sin duda, las Thelma y Louise de La Mancha han sido y son mucho más que hortelanas: son pioneras, son pegamento, son antena que ha sabido captar una energía difusa, reconcentrando en sus personas una nueva manera de vivir y pensar que estaba pendiente de juntarse para materializarse. Ellas son opuestamente complementarias: Ana la dulzura y la suavidad; Mariví el carácter fuerte que esconde con gritos una sensibilidad insoportable. Juntas son legión. Juntas crean y se recrean, sin saber, en creer, construir y no destruir. Juntas van repartiendo, alegres como el pan de los pobres, alegría, clorofila, salud y cultura allá por donde van. Y a más actividad, más expansión, más cultura, menos ombligo y más apertura de mente y de corazón…

Muchas veces he pensado que su extrema pureza puede incomodar en ciertos momentos porque, solo con su presencia, sin querer ni proponérselo se convierten en un espejo que contrasta con la snob etiqueta de ecologista que se adjudican quienes, sin rubor, se llaman así al tiempo que compran su lechuga en la Conchinchina y no en el agricultor local. Por no hablar de quienes les han cuestionado la diferencia de tamaño de las patatas porque ya han olvidado que es la tierra la que manda y no esa manipulación genética que se hace a los alimentos para que con su aire plasticoso queden brillantes, clónicos, bonitos e iguales en las estanterías. Y, lo que es peor: probablemente también son un espejo para quienes presumiendo de ser “eco”, desgraciadamente han olvidado respetar los ciclos de la tierra porque, como decía la famosa canción, quieren comer naranjas en agosto y uvas en abril.

Al vivir –para mi desgracia- en Madrid, las Telma y Louise me han entregado las cestas de verduras en los momento y lugares más insospechados: cocheras, cunetas, en un kilómetro determinado, bares de carretera y hasta en La Universidad. Es verdad que estas aventuras nos han acercado más y han formado parte de nuestro particular currículo vital que va creciendo, cuajado de vida, sueños, pena y risas, al tiempo que crecemos nosotras. Las aventuras son múltiples: rústicas y urbanas, brutas y sublimes, etéreas y telúricas, dolorosas y divertidas. Y siendo así, no es extraño que me diera por entrevistarlas en radio UNED para Radio3 porque como “Emprendedoras del siglo XXI: vuelta a las raíces”, Ana y Mariví siempre serán, sin duda, un ejemplo de reinvención, de resiliencia y, a la larga, un referente para muchos.

Ojalá y pudiera acceder a sus productos de una forma más fácil: de hecho, no me cuesta afirmar que si estuvieran en Madrid les habrían quitado las acelgas de las manos y habrían garantizado como fuera su continuidad y seguridad porque, en un lugar en donde todo está desnaturalizado, la naturalidad y naturaleza de las hortelanas se valoraría como el Maná y se pagaría a precio de oro. Y este hecho no deja de sorprenderme porque contrasta con la poca valoración que sufren a veces en un entorno rural, aunque ya sabemos cómo funcionamos como seres humanos: desgraciadamente, muchas veces no valoramos los tesoros que tenemos cerca y solo reparamos en ellos cuando los perdemos.

Para mi desgracia, no siempre tengo acceso fácil a sus manjares, pese a que directamente –y lo digo con convicción- sé que cambian la energía del cuerpo y del alma de quien los come porque son una auténtica inversión en salud y no los seguros de ídem que venden por ahí. De hecho, no me da rubor confesar que Ana y Mariví han sido una ayuda incalculable en lo que a la mía se refiere, ya que en momentos de rayar la enfermedad por culpa del estrés y el descuido por la mala alimentación (cuidarme es, desgraciadamente, mi gran asignatura pendiente y ni la locura de escribir ni la de vivir en Madrid me son de gran ayuda), ellas siempre han estado ahí para rescatarme de lo peor. Incluso cuando me diagnosticaron cáncer, jamás olvidaron ni una sola semana llenarme la cesta de brócoli, romanescu, kale y mil manjares completamente alcalinos que ayudaron a limpiar y a sanar mi cuerpo, justo en un proceso tan crucial como aquel…

Pero su desvelo no solo me ha beneficiado a mí: salvo que se esté ciego-a o se sea un desagradecido-a, el respeto a estas mujeres puede cortar el aire cuando se observa, cómo durante el extenso confinamiento trabajaron más que nunca para que a nadie le faltara su cesta de verduras frescas. Porque junto al enorme trabajo de arar (sin tractor), sembrar, podar, regar, recolectar, cuidar las gallinas y los huevos, preparar cientos de cestas y conducir por las tardes a cada pueblo en el que hay un grupo de consumo, las Thelma y Louise de La Mancha no dudaron en ampliar mucho más su ya de por sí inmensa jornada laboral, para acercar una a una y al domicilio particular de cada cual la cesta correspondiente, precisamente en aquella época en la que ni había de todo, ni se podía ir a comprar con total libertad…

Por eso, ahora que ha pasado casi una década de aquel encuentro mágico, echo la vista atrás y, pese a su toque delirante, mantengo contra viento y marea lo que dije al principio: Ana y Mariví, sin imposturas, sin etiquetas y sin saberlo, son unas modernas de la vida que como los ancestros, los chamanes y las generaciones más jóvenes, saben instintivamente que el planeta es limitado y hay que cuidarlo y venerarlo para que siga siendo nuestra casa. Pero son además dos mujeres rompe y rasga: ¡son las Thelma y Louise de la Mancha!

Por suerte para mí, estas grandes mujeres no han dejado de crecer en mi corazón, hecho que contrasta con el habitual efecto corrosivo del tiempo que, tras el flash y la fascinación inicial que se siente al conocer a alguien, suele deshacer y hasta destruir la imagen de quien un día nos encandiló…

¿Pero cómo no quererlas? ¿Cómo no admirarlas? ¿Cómo no respetarlas hasta el infinito? ¿Cómo no agradecerles su labor y su enorme trabajo? Sería injusto y necio no hacerlo porque la salud y el bienestar de muchos manchegos, depende de estas magas de la tierra. Así que, desde aquí, solo puedo decir: ¡Gracias, amigas! ¡Gracias, herMAGAS!

¡Ah!, me despido honrando a estas mujeres como mejor sé hacerlo: con la creatividad, concretamente con El rock de las hortelanas que compusimos Juan y yo y después grabamos en un CD repleto de canciones para ellas que, no exentos de coña, titulamos “Festival de Agrovisión”. Por favor, poned soniquete de rock porque estos acordes, ¡son para las Thelma y Louise de La Mancha!

¡Ah! Y no olvidéis que podéis hacerles vuestros pedidos de verduras ´mágicas, en el teléfono: 620558481

EL ROCK DE LAS HORTELANAS

Al huerto de El Moral hemos llegado ya,

para sembrar ajos y muchas cosas más.

Después de cavar, después de sembrar,

comiendo las gachas vamos a brindar

por dos bellas hortelanas,

llamadas Mariví y Ana,

las moraleñas, yeyeyeye…

(Estribillo)

Bendita la abuela que dejó esta huerta: ¡un brindis y olé!

Cuidemos la tierra que da su cosecha: vamos a comer…

Por las hortelanas, Mariví y Ana, salud a tutiplén.

Hay también quien se dedica a apadrinar

una gallina clueca o un gallo:¡qué más da!

Porque lo importante es poderse cenar

una tortilla eco,acelgas y un buen pan.

La conexión es posible,

entre alma y comestible con vuestro amor.

(Estribillo)

Bendita la abuela que dejó esta huerta: ¡un brindis y olé!…

Cuidemos la tierra que da su cosecha: vamos a comer…

Por las hortelanas, Mariví y Ana, salud a tutiplén.

El grupo de consumo ya va fenomenal,

se ha creado una red de conciencia y mucho más,

pues todos sabemos que no envenenarán

este precioso huerto 100% natural

porque con estas comidas, no absorbemos pesticidas

ni otros venenos, yeyeyeye…

(Estribillo)

Bendita la abuela que dejó esta huerta: ¡un brindis y olé!…

Ana y Mariví: ¡sois AJOJOJONANTES!